Por Diana Gómez
Todavía recuerdo la inseguridad que sentía al cambiar de carril o incorporarme a una vialidad cuando empecé a manejar. Percibía tan cerca a los otros autos que no me atrevía a avanzar. Un día mi papá, al ver mi indecisión, me dijo: «Tú también ocupas un lugar, los demás también te ven». Esas palabras sembraron una semilla en mi corazón que todavía hoy sigue creciendo.
Con el paso del tiempo he entendido más extensamente la verdad en esas palabras que podrían sonar muy obvias. Si lo pensamos bien, es una afirmación muy profunda: «Yo también ocupo un lugar, yo también existo, otros pueden verme». Esta frase ha surtido efecto en muchas áreas de mi vida y ahora puedo entender mejor una de las razones.
Ocupar un lugar es un fenómeno físico, en el cual algún tipo de materia tangible llena un espacio, los humanos no somos la excepción a dicho fenómeno. Existimos en nuestros cuerpos, ocupamos un espacio y otros reconocen nuestra existencia gracias a eso.
Aunque no se ven, los procesos cognitivos (pensamientos y emociones) que sólo nosotros notamos en nuestro interior se expresan mediante nuestro cuerpo, por ejemplo en la conducción eléctrica de nuestra piel, en la liberación de hormonas y, por supuesto, en la conducta. Esto parece completar el sentido de nuestra vida; usamos nuestro cuerpo como el medio para alcanzar aquello que en nuestro interior es un deseo. ¡Qué maravilloso diseño divino!
De acuerdo con el relato bíblico, Dios mismo con sus manos hizo al hombre (Gen. 2:7), conforme a su imagen y semejanza. No sólo eso, Dios al ver todo lo que había creado dijo que era bueno.
Romanos 8:20 nos dice que: «la creación misma fue sometida a frustración», es decir, ya no funciona como se propuso al inicio. A consecuencia de la desobediencia (el pecado) ya no vivimos nuestros cuerpos como el regalo que son, más bien los vivimos como una fuente de limitaciones, dolor, incomodidad y vergüenza.
Sin embargo, de ninguna manera esto resta su valor ni su importancia dentro del propósito de Dios, y tampoco convierte a nuestro cuerpo en materia de la cual debemos desprendernos, abandonar o desatender para alcanzar una verdadera vida espiritual.
Muchos tenemos el deseo genuino de tener una «mejor» vida espiritual, pero no hemos entendido a cabalidad el papel que el cuerpo tiene para lograrlo. Es más, hemos creído erróneamente que para lograrlo debemos dejar de verlo pues es limitado, nos produce frustración y vergüenza, y se opone a nuestras metas espirituales.